Con el coronavirus, poca broma. Debemos entender lo que supone una pandemia comenzando por la salud y continuando por la sociedad, la economía y un sinfín de factores que llevamos en nuestra mochila vital. Este microscópico enemigo ha evidenciado la vulnerabilidad de la civilización poniendo de rodillas al hombre, un ser capaz de llegar a la luna pero que genera un daño al planeta -su propia casa- de dimensiones bíblicas.
En más de una conversación -de esas que estos días celebramos por vídeo conferencia- hemos enunciado un deseo precedido de un melancólico “cuando todo esto pase y volvamos a la normalidad”. Sin embargo hay que preguntarse y analizar cuál es esa “normalidad” a la que tanto ansiamos regresar.
La crisis del coronavirus ha relegado a la sección de anuncios por palabras de los diarios las otras cosas que nos importaban y que importan. Entre ellas destaca la emergencia climática. Olvidarse de este, a veces, enemigo invisible es un error grave. Mientras que todos anhelamos ver el fin de la alarma sanitaria, deberíamos reflexionar sobre la normalidad con la que deseamos encontrarnos “cuando todo esto pase”. La economía y el tejido socio-laboral son, junto con la salud, las mayores preocupaciones del momento. Pero, también tenemos que pensar en la necesidad de actuar ante el cambio climático con decisión y eficacia, este es el momento.
La política ambiental debe salir reforzada, sin titubeos. La reducción de recursos económicos en esta materia sería un suicidio colectivo. La contaminación del aire provoca una de cada nueve muertes en el mundo, según datos de la Organización Mundial de la Salud, y es el mayor riesgo medioambiental para la salud de las personas. En España, según datos de la Agencia Europea del Medio Ambiente, la mala calidad del aire es la culpable de más de 7.000 muertes prematuras al año, un indicador que en el conjunto de la UE se eleva a 430.000 víctimas. Esta emergencia climática que no se detiene reduce la esperanza de vida de las personas y contribuye a la aparición de enfermedades graves como afecciones cardíacas, problemas respiratorios o cáncer, entre otras.
Durante el confinamiento y la congelación de la actividad del país, las emisiones de CO2 a la atmósfera se han reducido considerablemente, pero ojo con el efecto rebote, dado que se espera un repunte de la polución cuando recuperemos esa “normalidad” que vivíamos hasta el inicio de esta pesadilla. Mientras que peleamos contra el COVID 19 continuamos generando aguas residuales, plásticos, residuos urbanos y un sinfín de problemas latentes que siguen sumando en la negra realidad que vive el planeta.
En estos momentos de crisis hemos podido ver el cielo de Madrid como nadie lo recordaba, o el fondo de los canales de Venecia de un modo inimaginable. Las ciudades están respirando y se les nota. Así que, cuando todos volvamos a las calles tenemos que recordar estas imágenes y hacer todo lo posible porque se mantengan en el tiempo y no solo en el recuerdo. La belleza y la riqueza de nuestro paisaje, del mundo en el que vivimos, la podremos mantener si todos aportamos nuestro grano de arena.
Necesitamos una sociedad sensibilizada y preparada, con conocimientos y capacidades para afrontar un futuro exigente. No debemos dar la espalda a la investigación, la innovación y el esfuerzo de los científicos. Aprovechemos el confinamiento para hablar con nuestros hijos de la misión que nos espera y el mundo en el que les tocará vivir. Hagamos una apuesta seria por la educación de calidad para generar un cambio positivo, excelente y con avances tecnológicos que permitan construir una “normalidad” responsable.
Dejar un legado mejor que el que creamos antes del COVID19 es una labor de todos, no la olvidemos.